Cuando despierto sé que he llorado
en el sueño. Mis mejillas siguen heladas, mi corazón y mis nervios a flor de
piel. Veo a mí alrededor, consigo los blíster y el vaso de agua por el ataque
de la noche anterior. Se siente como que si nunca pudiese despertar de ese
tormento, camino rozando los pies del piso frío en la mañana.
La casa está vacía, no hay nada.
Allí entiendo no he despertado, ¿dónde está él? ¿Habrá otro ataque? He estado
agotada de tanto luchar, no sé si seguir intentándolo o sucumbir en él.
Me siento en el suelo, donde
deberían estar los muebles, toda la casa es azul. Mi casa nunca ha sido azul. Me
recuesto en la pared a esperarlo. Sé que volverá, él nunca se va. Sé que vendrá
y querrá destruirme.
El agotamiento empieza a hacerme
efecto, cada ojo me pesa, la espalda me duele y el viento frío me congela. Me
quedó quieta, veo a la ventana y empieza a llover. La tormenta se asoma y sé
que está por llegar.
Las nubes toman su forma
característica de pesadillas, calaveras y caras en agonía. Todo el cielo se
vuelve oscuro de forma repentina, el viento se vuelve más fuerte y se escuchan
sus aullidos.
Intento levantarme, ponerme de pie,
para recibirlo. Caigo sobre mis pies desnudos. Entra la sombra negra por la
ventana, ya no es como un polvo en el aire, ahora es más espesa.
Cruzamos miradas y de la sombra sale
una mano, ayudándome a ponerme de pie. Cuando nos tocamos él se introduce en
mí, nos acoplamos, nos volvemos uno.
Así es como camino lentamente a la
ventana, veo hacía abajo el vacío. El me susurra que salte, llegó mi hora. Lo
dice dulcemente, como un suspiro.
Y salto.
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