Alejandro Pravia entendería que su vida valía más
que la sangre que corría por sus venas, y es por eso que no decayó aun cuando
sus esperanzas se vieron sumidas bajo las sombras de una fuerte crisis
sanitaria, que lo llevaron a cuestionarse si el sistema de salud venezolano se
había vuelto más infeccioso que su propia enfermedad
Maryam Amaya
En esos primeros días de agosto del 2013 mi vida cambió por completo. Sostener aquella prueba de VIH positivo fue uno de los momentos más difíciles que he experimentado. Allí, junto a mi madre, pude sentir cómo el pánico se apoderaba de mi cuerpo sin ser capaz de controlar el temblor de mis manos y los latidos de mi corazón que entrecortaban mi respiración. Su mirada triste pesaba más que mi propia culpa.
Entre susurros, gritos y quejas por la
aglomeración de personas corrimos a tomar un taxi, pero el destino sería
implacable y al cerrar las puertas, el silencio se rompería con la voz del
famoso Freddie Mercury interpretando “Bohemian Rhapsody”, quien además había
fallecido por Sida en la década de los 90. “Mamá, la vida acaba de empezar,
pero ahora me he vuelto loco y la he tirado a la basura. Mamá, no quise hacerte
llorar, si no estoy de vuelta mañana a estas horas, continúa; continúa como si
nada importara. Demasiado tarde, mi hora ha llegado”. Eran los versos punzantes
del grupo “Queen” que me hicieron sentir, por un momento, que lo que estaba
viviendo no era solo una simple pesadilla. Me encanta creer que no fue
casualidad.
Las señales
Mi vida sexual inició de forma prematura y
ejercerla irresponsablemente me trajo consecuencias desgarradoras. Una noche
tuve un sueño que siempre recordaré: subía por un ascensor, a pesar de mi fobia
hacia ellos, y veía una figura en él. Aunque no pude distinguir su rostro recuerdo
que pensé que era Dios dándome una advertencia, como si estuviera haciendo algo
mal. Luego se detuvo en el piso cuatro y a duras penas logré salir de ese
íncubo.
Desde
niño fui supersticioso; la astrología, el tarot y la quiromancia, que es la
lectura de las manos, siempre formaron parte de mi vida. Solía observar las mías
y sabía que atravesaría por algo que marcaría un antes y un después en mi
historia. No puedo afirmar que estaba destinado a tener VIH, pero sí puedo
decir que me llevaría a un lugar necesario.
Antes del diagnóstico otro sueño se
apoderó de mis pensamientos. Estaba en proceso de mudanza a una casa nueva. En
medio yacía una piscina con el agua sucia, llena de escombros. En la cultura
popular soñar con agua turbia es signo de enfermedad, y, en ese momento, no
pude evitar pensar en lo peor. Siempre tuve presente estos hechos porque de
alguna forma sentí que estaban conectados. Además, el haber atravesado un
cuadro clínico fuerte al padecer sífilis, hepatitis B y VPH me impulsó a creer
que había algo más. Me sentí desnudo, expuesto, y como si no hubiera bastado con la
vulnerabilidad que experimenté al salir del clóset, tras mi homosexualidad,
también debía afrontar las consecuencias de ese “resultado reactivo”, como lo había
definido la doctora en aquella oportunidad.
Años después, cuando llegué a Argentina, fui
a retirar mi tratamiento. Pasó una semana hasta que pude ir al hospital. Solía
sintonizar la emisora “Aspen”, que transmitía música retro de los 80 y 90.
Permanecí petrificado cuando extendí mis manos para tomar la caja de Atripla, mi
antirretroviral, y justo en ese instante Freddie Mercury lo hizo de nuevo.
Escuchar Bohemian Rhapsody, una vez más, heló mi sangre.
Pareciera que el VIH me acercó a la vida
que siempre idealicé desde niño. Me atrajo a la fotografía y me enamoré de
ella; me encontré a mí mismo, y a mi primer amor. Fantaseaba con la idea de
vivir en Argentina, de tener una familia. Las luchas en favor a la comunidad
LGBTIQ+ me habían atraído y mi meta de ser artista encontraría sus raíces en
este país. Por eso no veo a este virus como la víctima, sino como el empujón
que necesitaba para cumplir lo que siempre anhelé. Por eso tengo fe; por eso
creo en Dios.
El verdadero virus
Salir del país no fue una decisión fácil,
pero mi historia no es diversa a la de los 10.000 venezolanos que migraron en
2019 para sobrevivir, según datos de Transparencia Venezuela. El sistema de
salud atravesaba una crisis que para el 2017 se acentuó. La escasez de
antirretrovirales me había sumido en un constante estrés y la respuesta
negativa que obtenía al ir al módulo Las Manoas, donde recibía atención, me hizo
sentir más desesperación.
Apagar el despertador, levantarme, mirarme
al espejo, distinguir mis ojeras hundidas y mi cuerpo demacrado, lavarme el
rostro, verme pálido y cansado, abrir el cajón de madera del estante de
medicinas y observarlo vacío era de las peores sensaciones; ¿qué voy a hacer?
pensaba, mientras la ansiedad hacía de las suyas y los ataques de pánico se
volvían frecuentes. Afronté una fuerte depresión, una etapa que coincidió con la enfermedad de mi madre, por lo que me vi solo, sumido en un precipicio. Logré sobreponerme al miedo
y gracias a familiares, amigos y personas valiosas recobré mi dignidad. Tuve
especial cuidado con todo lo que hacía, sobre todo durante el momento en el que
agoté mi reserva de medicamentos. Había decidido dejar de tomarlos para
ahorrarlos y, por un tiempo, logré armar un “colchón” del tratamiento. Noviembre
del 2017, diciembre, enero, después febrero y ya ni rastro de aquella reserva
que tanto había previsto.
Madrugar, hacer largas colas, hora tras
hora, someterme al calor, y a la inestabilidad del clima en Guayana, padeciendo
frío, lluvias e incomodidades, sumado a la inseguridad de la zona en la que se encuentra
el módulo, cerca de “San Rafael”, uno de los barrios más peligrosos de San
Félix, constituían un gran nivel de angustia para mí, soportando todo en vano
porque el sistema de salud pública lo único que hacía era recordarme que
Venezuela ya no era la sombra de lo que algún día había sido.
El hecho de no tener cómo movilizarme me había consumido. Horas
eternas de filas para retirar efectivo en los cajeros, a veces sin tener si
quiera para pagar el autobús; caminar kilómetros ida y vuelta, con el peligro
de la noche; el insomnio y la preocupación de no tener qué comer; vender todo
lo que tenía para buscar los medicamentos de mi madre, quien sufría los
estragos del cáncer de útero, y luego volver a ir al centro de salud y recibir
una respuesta que ya se había tornado predecible, me enfermaron más que el
propio VIH.
Los
controles de carga viral y CD4 los hacía por vía privada, ya que en este recinto
sanitario nunca había reactivos y las jornadas eran muy esporádicas. Iba a este
lugar todas las semanas y a pesar de los maltratos de algunos empleados que
habían normalizado la hostilidad de sus acciones, me topé con personas
carismáticas que lograron sacarme una sonrisa en los momentos más difíciles. A Las
Manoas le recuerdo con cariño.
Mi vida no acabó a los 22 años; más bien
inicié una nueva etapa que me abriría las puertas. Pero todo comenzó a
desmoronarse. “Desde el mes de abril de 2018 aproximadamente 58mil personas con
VIH estaban en una situación de falta de medicamentos”, según el Plan Maestro,
y a través de información suministrada por amigos activistas, que tenían nexos
con el Gobierno, supe que mi antiretroviral no llegaría más al país. Sentí
pánico y tomé una decisión.
Sin poder decir adiós
El 16 de abril del 2018 salí de Venezuela,
por tierra, luego de varios meses sin recibir medicación. Mi estado de salud
había empeorado notablemente y esto lo comprobé al realizarme los exámenes de
carga viral, una vez que llegué a Argentina. Aposté por mi vida porque estaba
cansado de sentir estrés, preocupación y miedo.
Mi
padre y un hermano, por parte de papá, me ayudaron con el pasaje y en una
maleta guardé mis esperanzas. Lo dejé todo atrás: una pareja estable, a mi
madre y a mi hermana, mi trabajo como profesor de fotografía en la Universidad
Católica Andrés Bello y el único hogar que conocía y que tanto amaba. Pensé en
mi salud y entendí que debía hacer un gran sacrificio para no terminar en una
caja de madera rumbo al cementerio.
“El
VIH golpea con más fuerza donde los derechos humanos están menos protegidos”;
así lo publicaría ONUSIDA, y no podría estar más de acuerdo, sobre todo por la tan
precaria atención que atentaba, cada día, contra mi dignidad como paciente. Durante
5 años sufrí la incertidumbre que aqueja a todos aquellos que padecen alguna
enfermedad en Venezuela. Durante 5 años recibí atención médica, buena y no tan
buena. Durante 5 años sobreviví en mi país, pero al quedarme sin alternativas
elegí lo que consideré correcto para proteger mi integridad humana.
Si alguien me hubiera dicho que al partir
me negaría la oportunidad de acompañar a mi madre en sus últimos días de
batalla contra el cáncer, seguramente habría preferido su salud antes que la
mía. Belquis Álvarez, fuerte, amazona, como me gusta recordarla, me dejaría un
enorme vacío que aun hoy siento como migrante al pensar que, de forma egoísta,
me elegí a mí. Me duele mucho porque no pude decirle adiós; porque no pude
estrechar su mano; porque no pude darle un beso. Cada día honraré su memoria,
sabiendo que desde el cielo guía mis pasos.
El VIH me trajo hasta donde estoy, pero no
es una mancha en mi vida, no es algo que me ensució, como muchas personas lo
describen desde afuera. El VIH me empujó hasta el lugar donde mi alma siempre
anheló estar.
“Somos lo que trasciende a
la muerte: no la carne, no la tierra, no la madera, no la tecnología, no las
comodidades. Somos el alma”.
Alejandro Pravia
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